La inspectora Cordelia observaba el escenario del crimen. Había ordenado a sus hombres que salieran de la habitación y sólo un inexperto policía se encontraba con ella, apuntando las ideas, pistas y conclusiones que la inspectora susurraba conforme examinaba la extraña escena.
Una voz anónima alertó de la muerte de Alejandro, escritor y amante de primera, murió joven sin enemigos. Aunque manejaba con destreza la palabra escrita, siempre fue parco en palabras, siempre hablo con sus manos y su mirada. Sólo abría la boca cuando ya no podía más, y sólo unos pocos los sabían.
Cordelia observaba el cadáver de Alejandro, y se preguntaba por qué lo habían ahogado con tinta negra. El joven había muerto mientras dormía, su mirada era apacible, y un hilo de tinta se derramaba por la comisura de sus labios. La tinta llenaba su garganta, inundaba sus pulmones, había rezumado por su boca y empapaba las sabanas azules que dibujaban un fondo marino.
La inspectora, que guardaba silencio, se acercó al cadáver, se acerco mucho, muchísimo. Observó la hilera de tinta que salía de su boca. Se limitó a decir dos palabras tras un profundo suspiro: "qué pena".
El inexperto policía, que por algo era inexperto, se adelantó a vaticinar cuál podría haber sido el final de Alejandro, "inspectora, obviamente le han hecho tragar tinta hasta morir". Asertó con satisfacción. "Seguramente le molestaría a algún colega escritor envidioso" -justificó. Cordelia miró al policía, hizo una mueca de despreció, y le preguntó "¿te has dado cuenta que desde que estamos aquí no ha dejado de salir tinta de su boca?". Aquello dejó sin palabras al policía. Desde que habían llegado, el caudal del hilo de tinta se había mantenido constante, fino pero constante.
La teoría de Cordelia fue tajante: "algunas personas mueren por lo que hablan, otras mueren por lo que callan". La inspectora sacó esta conclusión cuando observando de cerca el hilo de tinta, notó que no era un chorro tal cual, sino una hilera de versos, palabras, sentimientos, sensaciones, mil declaraciones, mil "tequieros", mil "ojala y me perdones"... Alejandro calló tantas cosas y por tanto tiempo que sólo en forma de palabra escrita pudieron brotar de su cuerpo, ahogándolo cuando ya no pudo más. Las manchas en las sábanas eran composiciones preciosas y especiales de palabras cuidadosamente seleccionadas. Escritas en letra ínfima y apelotonada, parecían manchas ante ojos inexpertos. Cordelia supo mirar algo más.
Resuelto el caso, sólo una duda se quedó la inspectora para sí..."¿por quién se le atragantaron al escritor todas aquellas palabras?¿a quién no pudo decir todo aquello?".
Cordelia guardó fotos de máxima resolución de todas las manchas de tinta que pudo encontrar en la cama. Las conservaría hasta que diera con la persona a quien iban dirigidas. Las palabras de Alejandro no podían perderse en el olvido...ni en una lavadora con detergente efectivo.