Alonso era de los pocos que sabía del paradero de Aldonza, y hablaba con ella muy de allá para cuando. Y aquella mañana que tan triste se levantó, se decidió a hacerle una visita por sorpresa, muy a pesar de su salud. No obstante y por no romper las tradiciones, se escapó de su casa con un vigor que tan sólo puede conferirle a este hombre el ansia de una nueva aventura, de un reto furtivo que llevaría a cabo a espaldas del mundo. Su alma tomaba las riendas del destino del maltrecho caballero y le recordaba porqué avanzó siempre un paso tras otro. Alonso se levantó decidido inundado por una ola de emoción, notando cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba en una embestida de pasión y sed de aventura. En esta ocasión no buscaría a Dulcinea del Toboso, sino a Aldonza Lorenzo, y a pesar de su estatus de campesina la miraría como el más humilde caballero mira a la más alta de las reinas…y la amaría.
Aquel remoto pueblo (donde Alonso había escuchado que había hombres-rana capaces de respirar bajo el agua sin que se les encharcaran los pulmones, cosa de brujería seguro) quedaba demasiado lejos para ir andando, o montado en cualquier bestia que se dejara montar. Así que echó mano de Sancho de Azpeitia, aquel que tiempo atrás le hubiera rebanado el cuello de buena gana. Sancho de Azpeitia había comprado un camión (a cómodos plazos) y se dedicaba al transporte, había montado una pequeña agencia a la que llamó “Transportes El Vizcaíno”. Hay quien le criticó por ser poco original, aunque eso es algo en lo que no entraremos ahora.
Pues bien, olvidados los rencores y las épocas pasadas, Sancho de Azpeitia llevó muy gustoso a Alonso hasta el pueblo, donde casualmente tenía que llevar un encargo de vino, de ese tan bueno de Valdepeñas que Alonso degustaba en las comidas.
Como el ávido lector supondrá (más aun si ha sentido la lanzada del amor, y la espera para su encuentro), Alonso vivió el trayecto del viaje como un camino interminable. No obstante, disfrutó y degustó las últimas horas que le separaban de Aldonza, saboreó la emoción que precede al encuentro, y notó como en su boca se dispersaba un sabor amargo fruto de los nervios incontenibles que le producían esa situación. Sabía que aquellos momentos previos eran irrepetibles, que ese primer encuentro tras cientos de páginas y años sería magnífico, emocionante y atronador…y pensaba disfrutarlo segundo a segundo.
A su llegada a San José, Sancho de Azpeitía se dispuso a ayudar a bajar al anciano…cual fue su sorpresa cuando al abrir
Alonso se encontraba justo delante de lo que parecía una gran hospedería sin caballerizas, coronada con enormes letras en la que se leía “hotel San Ign…”. Estaba acabando de leer cuando un sonido atronador le sobresaltó. Su estado emocional acentuaba sus sentidos, sentía el fresco de la mañana, el viento que soplaba en su rostro, el sol que acariciaba su pálida piel, una humedad desconocida en Castilla…y justo enfrente vio preciosas olas rompiendo furiosas, y no vio en ellas gigantes ni ejércitos de malhechores, sino la mas bella de las fuerzas naturales…y lo que sentía en su interior por ver de una vez a Aldonza.
Recordando las indicaciones que una conversación le dio Aldonza, tomó la calle que quedaba a la derecha de la hospedería, siguió hasta encontrar una calle en pendiente que subió sin esfuerzo, observo una preciosa posada con vistas increíbles llamada “Maimono, El Pirata” (¿que querrían decir aquellas palabras?). Al poco encontró el hogar de su amada…ella le dijo que si alguna vez iba, sabría cuál era su casa, y el al verla no lo dudo. De blanca fachada y con grandes ventanales que daban a una discreta cala, la verja de la casa tenía en cerámica un letrero con las palabras “En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Alonso no lo dudo, y se dirigió a la puerta con paso firme, sintiendo como su corazón se le salía del pecho.
Alonso llamó a la puerta de Aldonza, Dulce como ella prefería que la llamaran ahora. A los pocos segundos Alonso adivinó unos pasos ligeros tras la puerta, y el suspiro entrecortado de alguien que miraba tras
………….
A Alonso le costaba andar, sus esqueléticos pies se hundían en exceso en la fina arena, “por algo me llaman el Caballero de
Andando y andando pasó el tiempo, una semana entera ni más ni menos. De lo que allí se habló (y se aconteció) no diremos nada, pues no nos incumbe los secretos de estos dos enamorados, además, Alonso nunca revelaría las intimidades que pudiera haberle revelado Aldonza en su largo caminar (cuanto menos de las cosas que no se hablan)…ante todo era un caballero de los que pocos quedaban.
Una tarde tras una comida muy manchega, en
Se sentaron, y descansaron, y cayeron presos de un extraño sueño, profundo (incluso Alonso se preguntó por un momento si el Nigromante no andaría por allí lanzando sortilegios a diestro y siniestro). Pasadas unas horas Alonso se despertó, ya era de noche, una noche clara en la que por ser ellos dos los observadores, las estrellas se habían reunido todas en el cielo visible, y la luna se reflejaba en el mar y podía verse perfectamente en su negrura. Mar adentro Alonso distinguió el horizonte, la línea ínfima que separaba el cielo del mar, y contuvo la respiración para no quebrar la magia del momento. En aquel preciso momento, en medio de un ensordecedor silencio que se rompía periódicamente por alguna que otra ola que se estrellaba contra los guijarros, Alonso lo vio claro. Ni este mundo ni esta realidad estaban hechos para él, incluso Aldonza a la que ahora tenía durmiendo en su regazo tenía más razones que él para vivir (muy a pesar del desasosiego que sentía con cierta frecuencia).
En medio de la noche, Alonso se levantó, y andando despacio, entró tímidamente en el mar, le parecía escuchar una voz, un canto de sirena que lo hechizó. Transportado por aquel dulce canto que resonaba en su cabeza, se adentró en las profundidades sin mediar palabra ni pensamiento, dándose por fin el descanso que tanto anhelaba, que tanto necesitaba…y aunque sabemos que las sirenas no pintaban nada en la novela del Manco de Lepanto, esa fue la última fantasía que Don Quijote de
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