sábado, 22 de marzo de 2008

"Un epílogo para Alonso" o "La maldición que separa a los amantes que no se han encontrado" (Final de la historia)

Alonso era de los pocos que sabía del paradero de Aldonza, y hablaba con ella muy de allá para cuando. Y aquella mañana que tan triste se levantó, se decidió a hacerle una visita por sorpresa, muy a pesar de su salud. No obstante y por no romper las tradiciones, se escapó de su casa con un vigor que tan sólo puede conferirle a este hombre el ansia de una nueva aventura, de un reto furtivo que llevaría a cabo a espaldas del mundo. Su alma tomaba las riendas del destino del maltrecho caballero y le recordaba porqué avanzó siempre un paso tras otro. Alonso se levantó decidido inundado por una ola de emoción, notando cómo todo el vello de su cuerpo se erizaba en una embestida de pasión y sed de aventura. En esta ocasión no buscaría a Dulcinea del Toboso, sino a Aldonza Lorenzo, y a pesar de su estatus de campesina la miraría como el más humilde caballero mira a la más alta de las reinas…y la amaría.

Aquel remoto pueblo (donde Alonso había escuchado que había hombres-rana capaces de respirar bajo el agua sin que se les encharcaran los pulmones, cosa de brujería seguro) quedaba demasiado lejos para ir andando, o montado en cualquier bestia que se dejara montar. Así que echó mano de Sancho de Azpeitia, aquel que tiempo atrás le hubiera rebanado el cuello de buena gana. Sancho de Azpeitia había comprado un camión (a cómodos plazos) y se dedicaba al transporte, había montado una pequeña agencia a la que llamó “Transportes El Vizcaíno”. Hay quien le criticó por ser poco original, aunque eso es algo en lo que no entraremos ahora.

Pues bien, olvidados los rencores y las épocas pasadas, Sancho de Azpeitia llevó muy gustoso a Alonso hasta el pueblo, donde casualmente tenía que llevar un encargo de vino, de ese tan bueno de Valdepeñas que Alonso degustaba en las comidas.

Como el ávido lector supondrá (más aun si ha sentido la lanzada del amor, y la espera para su encuentro), Alonso vivió el trayecto del viaje como un camino interminable. No obstante, disfrutó y degustó las últimas horas que le separaban de Aldonza, saboreó la emoción que precede al encuentro, y notó como en su boca se dispersaba un sabor amargo fruto de los nervios incontenibles que le producían esa situación. Sabía que aquellos momentos previos eran irrepetibles, que ese primer encuentro tras cientos de páginas y años sería magnífico, emocionante y atronador…y pensaba disfrutarlo segundo a segundo.

A su llegada a San José, Sancho de Azpeitía se dispuso a ayudar a bajar al anciano…cual fue su sorpresa cuando al abrir la puerta Alsonso se lanzó de un salto al suelo, propio un fuerte abrazo a su antiguo enemigo (impropio de su ancianidad), y le dijo con una voz totalmente rejuvenecida: “Vizcaino, a partir de aquí ya sigo yo. Te honra el haber concedido este favor a un maltrecho caballero, pero los pasos que me restan sólo yo debo andarlos, ni montura ni traidor escudero”.

Alonso se encontraba justo delante de lo que parecía una gran hospedería sin caballerizas, coronada con enormes letras en la que se leía “hotel San Ign…”. Estaba acabando de leer cuando un sonido atronador le sobresaltó. Su estado emocional acentuaba sus sentidos, sentía el fresco de la mañana, el viento que soplaba en su rostro, el sol que acariciaba su pálida piel, una humedad desconocida en Castilla…y justo enfrente vio preciosas olas rompiendo furiosas, y no vio en ellas gigantes ni ejércitos de malhechores, sino la mas bella de las fuerzas naturales…y lo que sentía en su interior por ver de una vez a Aldonza.

Recordando las indicaciones que una conversación le dio Aldonza, tomó la calle que quedaba a la derecha de la hospedería, siguió hasta encontrar una calle en pendiente que subió sin esfuerzo, observo una preciosa posada con vistas increíbles llamada “Maimono, El Pirata” (¿que querrían decir aquellas palabras?). Al poco encontró el hogar de su amada…ella le dijo que si alguna vez iba, sabría cuál era su casa, y el al verla no lo dudo. De blanca fachada y con grandes ventanales que daban a una discreta cala, la verja de la casa tenía en cerámica un letrero con las palabras “En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Alonso no lo dudo, y se dirigió a la puerta con paso firme, sintiendo como su corazón se le salía del pecho.

Alonso llamó a la puerta de Aldonza, Dulce como ella prefería que la llamaran ahora. A los pocos segundos Alonso adivinó unos pasos ligeros tras la puerta, y el suspiro entrecortado de alguien que miraba tras la mirilla. Aldonza abrió la puerta lentamente y Alonso sintió que esos instantes se hacían eternos. Aldonza por su parte había reconocido a Alonso al instante, y con una mezcla de sorpresa e incredulidad se encontraba rompiendo la última barrera que los separaba, a la vez que sus ojos se llenaban de lágrimas. Y ahí estaban frente a frente, el más brillante caballero, totalmente desarmado, frente a su particular reina. Cualquier intento literario por describir las emociones que sintieron los jóvenes espíritus de aquellos personajes resultaría inútil por parte del escritor, que lamentablemente adolece de la destreza poética necesaria para el momento. Así pues dejamos como ejercicio al propio lector la tarea de imaginar la sensación más intensa que pueda concebir, para que se la asigne a ese momento, y pueda así admirar cuan emotivo fue el esperado reencuentro. Tras siglos de espera, por fin terminó “la maldición que separaba a los amantes que no se habían encontrado”.

………….

Como si se tratara de dos almas gemelas que se conocen de toda vida, Aldonza y Alonso pasearon largamente por la playa, hablando y recordando sobre todo aquello que no habían vivido. Ambos se contaron la parte de su historia que no alcanzaron a conocer. Alonso reconoció y admiró la belleza del mar, y lamentó no haber alargado nunca las rutas que realizó en sus múltiples aventuras para poder ver aquella maravilla, que tanta paz y tranquilidad traía a su espíritu, y pensó que aquel remanso furioso escondía más de lo que mostraba a simple vista.

A Alonso le costaba andar, sus esqueléticos pies se hundían en exceso en la fina arena, “por algo me llaman el Caballero de la Triste Figura”, decía Alonso dejando entrever una leve sonrisa bajo su espeso mostacho. Nunca Alonso sintió tanta paz y felicidad como le estaba brindando aquel encuentro con su amada.

Andando y andando pasó el tiempo, una semana entera ni más ni menos. De lo que allí se habló (y se aconteció) no diremos nada, pues no nos incumbe los secretos de estos dos enamorados, además, Alonso nunca revelaría las intimidades que pudiera haberle revelado Aldonza en su largo caminar (cuanto menos de las cosas que no se hablan)…ante todo era un caballero de los que pocos quedaban.

Una tarde tras una comida muy manchega, en la que Aldonza y Alonso prepararon unas gachas picantes en la terraza con vistas al horizonte que Aldonza tenía en su casa, la pareja salió a pasear por el pueblo, y sus pasos les llevaron a un escondido rincón donde Aldonza pasaba mucho tiempo sin pensar, dejando que su mente volara donde más quisiera. “Así que a esto le llamas Cala Higuera”, dijo Alonso, “¿y me puedes decir muchacha donde están las higueras, si se puede saber?”, Aldonza reía por el ingenuo comentario mientras bajaban un sinuoso camino que les llevaba a la playa. “Una playa de guijarros, mas no traje mi cota de mallas moza, voy a hacerme polvo las posaderas”, pero Dulce señaló un rincón en la cala, un pequeño oasis de fina arena que invitaba al visitante a sentarse y descansar. Cuando la tarde fue cayendo y nadie quedó en aquella cala, Aldonza invitó a Alonso a darse un baño en aquel mar tranquilo; Aldonza sólo vestía un sencillo y ajustado collar de perlas que otrora vistiera, Alonso quedó una vez más ensimismado por la increíble belleza que sólo esa mujer podía irradiar. Esa tarde Alonso, equipado con unos anteojos acuáticos, pudo ver rebaños bajo el agua, trigo verde que ondulaba al ritmo del mar, rocas repletas de vida, y notó como su cuerpo ingrávido se deslizaba junto con el de Aldonza en un baile bello e improvisado, y el espectáculo le privó de aire más aun que el líquido elemento…un nuevo amor (aunque no comparable con el que sentía por la mujer) se acunó también en su corazón.

Se sentaron, y descansaron, y cayeron presos de un extraño sueño, profundo (incluso Alonso se preguntó por un momento si el Nigromante no andaría por allí lanzando sortilegios a diestro y siniestro). Pasadas unas horas Alonso se despertó, ya era de noche, una noche clara en la que por ser ellos dos los observadores, las estrellas se habían reunido todas en el cielo visible, y la luna se reflejaba en el mar y podía verse perfectamente en su negrura. Mar adentro Alonso distinguió el horizonte, la línea ínfima que separaba el cielo del mar, y contuvo la respiración para no quebrar la magia del momento. En aquel preciso momento, en medio de un ensordecedor silencio que se rompía periódicamente por alguna que otra ola que se estrellaba contra los guijarros, Alonso lo vio claro. Ni este mundo ni esta realidad estaban hechos para él, incluso Aldonza a la que ahora tenía durmiendo en su regazo tenía más razones que él para vivir (muy a pesar del desasosiego que sentía con cierta frecuencia).

En medio de la noche, Alonso se levantó, y andando despacio, entró tímidamente en el mar, le parecía escuchar una voz, un canto de sirena que lo hechizó. Transportado por aquel dulce canto que resonaba en su cabeza, se adentró en las profundidades sin mediar palabra ni pensamiento, dándose por fin el descanso que tanto anhelaba, que tanto necesitaba…y aunque sabemos que las sirenas no pintaban nada en la novela del Manco de Lepanto, esa fue la última fantasía que Don Quijote de la Mancha decidió idear para finalizar su vida de la manera que su rango le exigía…aunque eso ya es otra historia de cuyo final no puedo acordarme.

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