domingo, 16 de marzo de 2008

"Un epílogo para Alonso" o "La maldición que separa a los amantes que no se han encontrado" (2ª Parte)

Ese día Alonso sentía que el tiempo se le agotaba. A pesar de su literaria longevidad, el caballero de cuatrocientos años sentía que su alma necesitaba descansar. El escaso tiempo que llevaba en este mundo, en esta Castilla, le había bastado para fatigar a su espíritu mucho más que las leguas que cabalgó sobre la huesuda montura de Rocinante.

“Rocinante, Galgo, mis viejos animales, mis viejos amigos, también vosotros os fuisteis”. Aquella mañana, el caballero recordó con más amargura que nunca la compañía de sus animales, el cariño de aquel galgo destartalado que aguantaba junto a la lumbre hasta el extremo de echar cabrillas. Quizá el lector se pregunte qué fue de sus animales, pues bien, como personajes de la obra, también cobraron vida real, pero corrieron una funesta suerte, culpa de un destino para el que no nacieron. Un veterinario irresponsable segó la vida de Galgo cuando le inoculó una cantidad de anestesia excesiva para tranquilizar al animal:

- Hoy en día todos los perros tienen que tener chip, tío -le increpaba su sobrina- aquello fue un accidente, Dios así lo quiso para Galgo.

- Me traéis aquí en contra de mi voluntad, me arrastráis a este infierno de odio y avaricia, me matáis a mi fiel perro…dime sobrina, ¿crees que Dios quiere todo esto?.

Rocinante corrió una suerte peor, pues Galgo no despertó, pero el viejo jamelgo murió de pena y tristeza. Las leyes locales hacían imposible que el jamelgo campara a sus anchas por las inmediaciones del piso de lujo donde residía la familia Quijano. Por esta razón tuvo que ser trasladado a una granja de las afueras de la ciudad. El paso del tiempo, la separación de su amo y su tísica figura hicieron el resto.

…………

Sin embargo, a pesar de la sosa y deprimente vida que llevaba Alonso, el mismo ideal que en la obra le hacia dar un paso tras otro, en vida le permitía abrir los ojos cada mañana y enfrentarse a la triste rutina de una vida no deseada, de un yugo demasiado pesado para él.

Si aún sigues leyendo seguramente sepas cuál es ese fino hilo que evitaba que Alonso perdiera “la locura” que daba un mínimo de esperanza a su vida. Aldonza Lorenzo, mujer bella y humilde, de llanas costumbres y buen hacer, fuerte y delicada a la vez, la mezcla más imposible, la mejor obra de la naturaleza nacida de la mente de un manco; ella era lo único que Alonso no había olvidado, lo único que nunca había dejado de amar.

Aldonza vivía también en este mundo, pues era protagonista principal, aunque fuera más conocida por el sobrenombre que recibió su reflejo en la mente de Don Quijote. Y fue ella, la campesina, la que mágicamente se encarnó en el mundo real, y no Dulcinea, que al fin y al cabo era tan sólo una ilusión dentro de un mundo imaginario.

La campesina no tardó en sentir una desazón inexplicable, al igual que le pasó a Alonso. Algo sucedió en el corazón y la mente de algunos de los personajes que no pudieron adaptarse al ritmo moderno, y más que gozar del don de la vida, anhelaban la paz que se respiraba entre las páginas del libro.

Pues bien, a fin de escapar de la prisa, el estrés y, en resumen de la vorágine que supone el día a día en este mundo actual de locos, Aldonza desapareció de escena. Simplemente se fue, se retiró donde nadie pudiera encontrarla, donde nadie la conociera. Siguiendo el consejo de algún buen amigo, adquirió un apartamento menudo (de sobra para ella) en San José, un diminuto pueblo situado en Almería.

Aldonza amaba aquel sitio, allí había conocido el mar, con una inmensidad que (aunque parezca mentira) le recordaba en cierto modo a lo infinitos que resultaban los campos de Castilla cuando se miraba al horizonte. Acostumbrada a las ásperas camisas y faldas típicas (que cubrían todo lo que se consideraba impúdico), había conocido un nuevo placer en disfrutar del mar en calas ocultas sin más traje que su piel. Nunca una manchega (de fina figura y no excesiva estatura) nadó en el mar con tanta gracia en los incomparables atardeceres de Cabo de Gata.

La campesina pasaba desapercibida en San José gracias a su nueva identidad. En un afán por mantenerse oculta y desconocida, Aldonza cambió su nombre por el de Dulce Tábaso (al principio se le ocurrió llamarse Dulcinea, pero cuando se enteró que existía en la actualidad una marca de refrescos que se llamaba así, buscó otro más sencillo, más acorde con su personalidad).

Y allí pasaba los días, y los meses…y también se acordaba de Alonso en más de una ocasión…aunque esto es algo que nadie sabe, porque a pesar de que él nunca le confesó su amor, ella también albergaba esos sentimientos en su corazón aunque nunca se atrevió a confesarlos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Qué te parece esta historia?