Aquel atardecer el sol no se ocultaba tras el horizonte, sí lo hacía tras el borde de la barca en la que nos refugiábamos. El salitre se hacia notar, y sus mejillas estaban saladas, era toda mar. Ella apareció allí, yacía a mi lado cuando desperté. Supo adivinar mi presencia en el único rincón de arena de aquella cala rocosa. El calor del atardecer me dolía, como el presagio de una soledad no deseada. La intensidad de los escasos minutos restantes de día, y la agitada noche venidera en esa misma playa, agotaron mis fuerzas, y el sueño que me reveló su presencia me la quitaba ahora. El amanecer, sin ella, me trajo tristeza y sed, y el mar nunca más fue mar, sino desierto de posidonias.
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