lunes, 29 de diciembre de 2008

De Funesta Tesitura

Los hechos le situaron allí. Nunca supo por qué llegó a cometer aquellos actos, pero ocurrieron, él los llevo a cabo y ahora veía el cadalso, blanco, pulcro, impoluto…sólo pintado por las almas de los que allí murieron, por las gotas de sudor frío que sólo la muerte es capaz de inspirar, pintado de lagrimas, llantos desgarrados, arrepentimientos, de muchos “lo siento”, de “nunca quise”, de silencios estridentes, de gritos ahogados…de colores funestos que tan sólo podían distinguir aquellos que estaban destinados a subir escalones que nunca habrían de bajar por su propio pie.

Los días previos se mentalizó, se resigno y aceptó la suerte que dictaba la sentencia: “horca hasta la muerte”. Decidió ser fuerte, afrontar el destino y mantener su dignidad hasta el último momento. Reflexiono sobre aquel instante, se vio a sí mismo, se proyectó en aquella tesitura y analizó sus reacciones. Asimiló el dolor, la rabia, la tortura de la espera, el instante de agonía y digirió aquella mezcla intragable que taladró sus intestinos rompiendo su férrea voluntad. Sólo le quedaba dar sus últimos pasos con la cabeza bien alta, o simplemente mirando al frente.

Flanqueado por los funcionarios se abrió paso entre los allí presentes. Individuos indignados y altaneros, creídos de poseer la justicia, pecadores en cierto sentido. Su silencio indiferente se le clavó en el corazón, no esperaba ese dolor. Condescendencia en los menos, parco consuelo. Sólo unos metros para el primer escalón, y toda su preparación, su paz y fortaleza simulada se vinieron abajo. “¿Así que esto es el MIEDO?”

Maniatado aumentaba su vulnerabilidad, sus piernas empezaron a temblar. Hondonadas de calor que partían de su estomago recorrieron todo su cuerpo, e inundaban su cerebro. Se transmitían por sus miembros que se agitaban por el pánico, y acaban en los dedos de sus pies y manos que sentía terriblemente fríos. Sentía como se perdían las caricias que había acumulado con el tiempo, que sus manos eran ya carne trémula. Sin darse cuenta rompió a llorar, y deseó ahogarse en su llanto en ese mismo momento. Hubiera preferido una muerte de pena súbita antes que aquel humillante fin para su vida.

Comenzó a subir los escalones que lo conducían a la soga, y realmente no tenía fuerzas para subir. Los funcionarios tiraban de él pero no podía andar. Como un niño pequeño que todavía no tiene fuerza en sus piernas para sostenerse en pie, aquel hombre que no era corpulento se venía abajo, y por un breve instante recordó a su madre que lloró con él su sentencia, que lloró con el sus últimos días, que lloraba en ese instante apenas a 50 metros de la sala. Sus rodillas fallaron y un golpe contra el borde de un escalón metálico le devolvió a la realidad.

Sentía cómo sus sienes latían con fuerza, el dolor del llanto forzado se acumulaba en su pecho, comenzaba a sudar. Sentía frío, sentía una soledad infinita que no se merecía. El último escalón llegó demasiado pronto y paradójicamente deseaba morir, pero temía que le mataran. Temía el dolor y la agonía, temía las miradas de la gente que lo observaba. Los funcionarios lo giraron sobre sí mismo y quedo de cara al “PÚBLICO”. Sentía la boca amarga y seca, nunca llegó a probar el vino de su última cena. El pánico le inundó de tal forma que le costó reconocer el líquido caliente que recorría sus piernas, sus propios orines. Su cuerpo se estremecía y nada podía hacer para remediarlo.

Deslizaron una capucha negra por su cabeza, y sus lloros se hicieron ahora audibles. Su última imagen fueron decenas de miradas de odio, rayos de sol atravesando ventanas con barrotes y una soga acabada en nudo corredizo que arrastraba por el suelo a su lado. Uno de los funcionarios ajustó la soga a su cuello, su tacto era desagradable e irritaba su piel. Sentía su cuerpo arder. Las correas de cuero que se ceñían a sus brazos y piernas le agobiaban de sobremanera. Los temblores quedaban confinados a la estrecha holgura que le concedía el material y la claustrofobia se apoderaba de su mente. Sus últimos recuerdos fueron el sonido de una palanca golpeando contra un tope, una sensación de vértigo e ingravidez y un latigazo sobre su cuello que se descoyuntaba por el impacto. La sensación de ahogo había comenzado ya antes de empezar a caer, pero ahora le producía punzadas de dolor en todo el torso. Sus costillas se arqueaban monstruosamente tratando de forzar a que el aire entrara en los pulmones. Tras un pico de dolor humanamente insoportable llegó la paz, y todo acabó…el tiempo nunca demostró lo que sólo el sabía: su inocencia.

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