viernes, 4 de octubre de 2013

La Burbuja de Vida

Ya hacía bastante tiempo que llevaba observando aquel tipo pasear por las calles de mi barrio. Su paso era extraño, como forzado, sin embargo no era eso lo más curioso del individuo: vestía un elegante abrigo de piel sobre un traje de hombre rana.

Su cuerpo rechoncho y redondeado apenas se dejaba ver por el ajustado traje de neopreno. Su cabeza, achatada, quedaba cubierta por la capucha del traje, y sus ojos, aparentemente grandes, se escondían tras unas estupendas gafas de buceo con cristal ahumado. Es posible que sus andares torpes se debieran a las aletas que palmeaban sonoramente, pero yo creo que andaba así de mal por naturaleza propia.

Su ritual paseo se repetía con precisión atómica todos los domingos: aparecía por el puerto, se dirigía a la capilla del Santo que se decía protegía al mar y todo cuanto moraba en él, y recogía a una preciosa joven que vivía por allí cerca. La gente, que suele meterse donde no le llaman con más frecuencia de la que debería, miraba desde las esquina preguntándose por el joven misterioso, y se mordían los dedos hasta los nudillos por no poder averiguarlo.

La peculiar pareja se dejaba ver por viejas cantinas de piratas, y brindaba con sorbos de aire puro. Cuando ambos caían embriagados por el efecto narcótico que el oxígeno causa a muy pocos seres en el mundo se acercaban al baile, y la torpeza del buzo se tornaba en gracia y arte cuando sostenía a su hermosa pareja.

Al caer la tarde del domingo, cuando el sol amenazaba con dejar de alumbrar al mundo una vez más, ambos subían al monte del faro, y en silencio se decían todo lo necesario en un idioma que no tenía palabras, sino burbujas. Y el buzo se marchaba hasta el próximo domingo, cuando volvería para repetir su adorada rutina.

Dos meses después, la cizaña sembrada por viejas enjutas levantó al pueblo contra el buzo, y al regresar de vuelta al puerto de la mano de su amada, fue asaltado por una marabunta salvaje, humana. Rajaron su traje de buzo, quitaron sus gafas, deslizaron hacia atrás su capucha, arrancaron el regulador de la boca del hombre….y vieron que no era un hombre, sino un hermoso pez dorado y azul de tamaño considerable, que embutido en el traje respiraba agua de mar a través de un sistema de buceo ingeniosamente invertido.

El pueblo sorprendido y avergonzado se retiró a sus hogares, y en el atardecer de ese domingo, el pez que se enamoró de una joven buceadora daba sus últimos coletazos de vida mientras la joven trataba de sumergirlo inútilmente en lágrimas saladas.