miércoles, 4 de noviembre de 2015

El Mirador de Daraxa

Hay vidas que transcurren insulsas y lineales, vidas ajetreadas y pletóricas, y vidas como la mía que quedaron marcadas por diez segundos de una experiencia inolvidable. Corría mis veintitantos recién cumplidos cuando visitaba La Alhambra de Granada, cámara en mano, típico turista. Cansado y vencido tras varias horas de paseo me apoye en el Mirador de Daraxa, y mi cabeza se perdió en la belleza del sencillo patio que se vislumbraba desde las ventanas gemelas.

Como si lo necesitara, aparté mi vista de la fuente central y giré mi cabeza a la derecha, y vi unos ojos sin color definido, una boca que apenas esbozaba una sonrisa y un pelo largo que me cortaron la respiración. Su mirada era profunda, y me miraba a mí. Yo, que siempre fui parco en amores quedé paralizado, y un silencio se hizo a mí alrededor a pesar de la muchedumbre que visitaba la estancia en la que estaba. No quise hacer un esfuerzo sobrehumano por apartar la mirada, me perdí en ella. Me habría sentado embelesado si ella lo hubiera hecho, habría saltado si ella me hubiese llamado…la habría besado si ella se hubiese acercado.

Mientras trataba de averiguar por qué me miro así, un joven se acercó por su espalda, le dijo una frase que sonaba algo así como “kommer dum, noe som gjør oss ettermiddagen”, y ella bajó la vista antes de partir...creí atisbar cierta tristeza. Supuse que era él quien compartiría sus noches, que besaría sus ojos por las mañanas, y aparté mi vista. Siempre ignoraría que mi sospecha sobre la tristeza que me pareció ver en su rostro era cierta, y que ésta quedaría en su semblante para siempre.

Bajando hacia la salida paré en una tienda de artesanías, compre una caja de taracea, metí mi corazón y la cerré con un candado de un solo uso. Guardé aquella caja como el que guarda algo que sabe que no volverá a usar, pero que no puede tirar. A mi vejez, he vuelto como todos los años al Mirador de Daraxa, caja en mano, buscando esos ojos sin color definido, esa boca de sonrisa sutil, ese pelo largo infinito, para al fin y de una vez, astillar la caja de taracea contra el suelo y dar uso a  su contenido.